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Hoy no fue un buen día.
Llegué a las 9 al rotatorio, como vengo haciendo la última semana. Medicina interna, UCA, planta 6. Antes de pasar visita los médicos adjuntos y los residentes se reúnen para repasar los casos. Falta uno. La historia clínica no está encima de la mesa. El R3 que lleva el caso busca en el ordenador: exitus. Salida. Muerte. Fallecimiento. El pobre hombre ha muerto durante la noche y ninguno nos lo esperábamos. Ingresó en muy malas condiciones, pero ayer estaba mejor. Ayer estaba mucho mejor. No sabemos qué ha ocurrido.
Pasamos a ver los demás casos, los demás pacientes. Hablamos de la encantadora mujer de 92 años que está siempre riendo, hablando y bromeando. Es todo simpatía, optimismo y vitalidad. Hace dos días mi compañera y yo estuvimos casi una hora hablando con ella para hacerle la historia clínica. Han llegado los resultados de las pruebas que le hicieron ayer. Tiene cáncer. No le dan ni un año de vida.
Mientras revisamos otros casos llaman a la puerta tres ancianas. Pasan al despacho y yo veo desde mi silla cómo nuestra adjunta les explica que su hermana está muy mal, que ya casi no respira y no hay nada que se pueda hacer. Ellas no quieren darle morfina porque “eso solo acelera su muerte”. Más tarde, pasando visita, llegamos a su habitación. Los familiares salen, como indica el protocolo. En la cama del fondo la anciana dormida apenas se mueve al respirar. Atendemos a su compañera, le dan el alta hoy. Al salir, la paciente del fondo ha dejado de moverse. La doctora llama al estudiante de enfermería en prácticas, que se acerca con un carrito. El ECG es plano: exitus. Salida. Muerte. Fallecimiento. Me quedo inmóvil en el pasillo viendo como las tres hermanas, como tres Marías, rompen a llorar.
Seguimos con la visita. Han cambiado a una de nuestras pacientes de habitación: una mujer mayor que ingresó ayer con lo que parecía un claro cuadro de depresión. Al final ha resultado tener anemia, y hoy, después de la transfusión, está mucho más animada. Quizá también ayuda que su nuevo compañero de habitación no es otro que su hermano. Quizá nadie le ha dicho que él presenta un patrón respiratorio de Cheyne-Stokes. Quizá no le han explicado que eso es síntoma de acidosis grave. Quizá no sabe aún que su hermano no está bien. Que se está muriendo.
Más tarde se habla de un enfermo neurológico que ha llegado derivado a nuestra planta. No puede caminar. Llevan un mes haciéndole pruebas y nadie sabe lo que le ocurre. Nuestros internistas discuten acaloradamente sobre las distintas posibilidades: infección del SNC, sarcoidiosis, vasculitis-PAN… Quieren hacerle una punción lumbar, y nosotras, como buenas estudiantes en prácticas, sonreímos ante la idea de presenciarla. Todo se prepara y el R3 empieza. Pincha una vez, y otra, y otra más. Nada. El anciano aguanta, se queja, le duele, tiembla y se estremece. El R3 vuelve a intentarlo, pero no lo consigue. El hombre tiene las vértebras tan hundidas por la artrosis que resulta imposible encontrar el sitio correcto de punción. Después de varios intentos -quizá demasiados- el R3 se rinde. Llamarán a los neurólogos o los anestesistas para que realicen la técnica. Yo me voy a casa con la imagen del hombre estremeciéndose, semidesnudo, indefenso y solo, rodeado de batas blancas y acribillado a intentos fallidos de punción.
Voy a casa. Como. Descanso. Ha sido una mañana como cualquier otra.
Voy a la biblioteca. Estudio -o al menos lo intento-. Todo lo ocurrido se me viene a la cabeza. Me siento mal. Ha sido una mañana difícil.
Salgo. Bebo. Me divierto.
Hoy no fue un buen día. O quizá sí.
Me siento culpable, aun sabiendo que la responsabilidad no es mía.
“El complejo de enterrador se quita en el primer mes”, dijo uno de los adjuntos durante la reunión de las nueve. Será que esto es nuevo para mí. Será que te endureces. Trabajas. La gente se muere a tu alrededor, y sigues viviendo. Sigues estudiando, riendo y yéndote de cañas porque es viernes por la noche. Y la gente a la que atiendes en tu horario laboral, mientras tanto, se sigue muriendo.
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